¡GRACIAS TRABAJADORES DEL MUNDO!

¡GRACIAS TRABAJADORES DEL MUNDO!

 

 

Buenos días estimados lectores. Hoy es el día del trabajo, y los argentinos tenemos una deuda enorme con los trabajadores de todo el mundo, que llegaron a nuestra tierra, en la inmigración de masas.

 

 

Es por eso que este editorial del domingo está dedicado a ellos. Entre 1881 y 1914, llegaron a la Argentina 4.200.000 inmigrantes procedentes de todos los rincones del planeta.

 

 

De la misma forma en que 10.000 años antes llegaron nuestros pueblos originarios, en sus distintas etnias: en busca de nuevas tierras y nuevas oportunidades.

 

 

Por motivos diversos y por causas diversas. Guerras, hambrunas, sueños, promesas, necesidades, o simplemente el deseo de ampliar sus horizontes.

 

 

Trajeron con ellos sus tradiciones y sus cocinas, y modificaron para siempre nuestro patrimonio cultural alimentario.

 

 

Hay una cocina argentina antes y una cocina argentina después de la gran inmigración de masas. Y les puedo asegurar que ninguno de ustedes, amables lectores, reconocerían como propia, la cocina argentina de la época colonial.

 

 

Imaginen por un instante una cocina argentina sin milanesa napolitana con papas fritas, sin tallarines, sin ravioles, sin pizza, sin pan dulce, sin pan árabe, sin croissants, o sin rabas.

 

 

Una ciudad de Buenos Aires sin conventillos, sin La Boca, una ciudad de Rosario sin Pichincha, una Argentina profunda sin Colonias de Colectividades.

 

Desde que tienen memoria, Yaroslava Malaruc, Irene Nimyrewsky, Susana Tomka y Mirta Ciuper, preparan varenikes. Hierven el agua, las papas, preparan la ricota, pican la cebolla y rellenan uno a uno las cientos de unidades para la celebración de la 41º Fiesta Provincial del Inmigrante, donde esperan que los visitantes que pasen por el puesto de la Asociación Ucraniana de Cultura Prosvita se vayan enamorados de sus sabores.

 

Sin Gauchos Judíos, sin Tortas Galesas, sin Árabes en La Rioja, sin piamonteses en Santa Fe, sin ucranianos en Misiones, sin gallegos en Avenida de Mayo, sin trabajadores ingleses de los ferrocarriles fundando nuestros clubes de fútbol.

 

 

En esta nota trataré de contarles lo que comíamos antes de que estos trabajadores llegaran a nuestra patria, para que ustedes puedan apreciar, la enorme deuda que tenemos con ellos.

 

 

¿POR QUÉ LOS ARGENTINOS COMEMOS TANTA CARNE?

 

 

La respuesta es más simple de lo que parece. Hace 400 años nos acostumbramos a eso por razones culturales, que se originaron en razones económicas, que desaparecieron hace 150 años, pero que se mantuvieron indemnes en nuestra identidad cultural alimentaria.

Según  los datos del Archivo del Cabildo de Buenos Aires (AECBA), el precio de la carne en la Ciudad de Buenos Aires entre 1630 y 1700 fue de 0,04 reales el kg.

Según  esos datos comparando con los precios de otros alimentos podemos establecer equivalencias:

1 kilo de carne ovina era equivalente a 3,3 kilos de carne vacuna.

1 kilo de pan equivalía a 53 kilos de carne vacuna.

1 sábalo equivalía a 16 kilos de carne vacuna.

1 kilo de yerba equivalía a 33 kilos de carne vacuna (considerando un costo de 2,5 reales, ya que hubo precios mayores).

1 kilo de sal equivalía a 25 kilos de carne vacuna.

1 litro de vino equivalía a 43 kilos de carne vacuna.

1 gallina equivalía a 133 kilos de carne vacuna.

1 pollo equivalía a 33 kilos de carne vacuna.

1 perdiz equivalía a 16 kilos de carne vacuna.

Finalmente, como se dijo anteriormente, para establecer la verdadera incidencia de los productos que entraban en la alimentación es necesario establecer los sueldos o jornales que se percibían en la época, para así determinar también si realmente era barato el precio de la carne en relación con lo que se ganaba. Para este siglo no hemos hallado información continua y confiable. La obtenida, en los archivos es fragmentaria sobre sueldos y salarios para tener información a los efectos de establecer costos para los pobladores de Buenos Aires.

Entre los pocos datos que tenemos es que en 1657 se pagaban cuatro reales diarios a los soldados comunes del fuerte, lo cual era estimado como sueldo alto.

No obstante el sueldo era menor en los hechos, pues por lo general no recibían metálico, sino fichas o vales, que servían para proveerse con los abastecedores del fuerte, que por supuesto los devaluaban en las compras, para cobrarlo cuando llegaba el “situado” de Potosí en metálico.

Pero aunque se los devaluaran un 50 % eran dos reales diarios, es decir unos 820 anuales. Esto significa que podían comprar 40 kilos de carne vacuna diarios.

Esta situación cambió con la llegada de los saladeros a mediados del siglo XIX y más tarde de los Frigoríficos. Pero siguió presente en los hábitos y costumbres de la población. Ahora, ni se imaginen que esa carne se parecía en los más mínimo, a la carne que ustedes conocen.

 

¿QUÉ ERAN LAS VAQUERÍAS?

 

 

¿QUÉ COMÍAMOS EN 1810? ¿Y UNOS AÑOS DESPUÉS?

 

 

El mejor testimonio casi de primera mano, lo tenemos de José A. Wilde en su libro “Buenos Aires desde 70 años atrás”, escrito en 1880.

 

 

“A primera hora de la mañana se tomaba mate y los niños un reconfortante vaso de leche “recién ordeñada” o mate cocido con leche, pan y manteca (en muy raras ocasiones café con leche).

Pero no había que esperar mucho, ya que el “almuerzo” (por lo menos hasta mediados del siglo XIX) se servía entre las 8 y las 9 de la mañana.

Luego, en las casas pobres, comenzaron a comer a las doce, a la una en las “de media fortuna” y en las más ricas, a las tres. Luego la siesta y la cena a las diez u once de la noche.

La mesa se cubría con un mantel blanco de algodón, sobre el que reposaban los botellones de vino (carlón o priorato) en los hogares de las familias más pudientes y sólo agua en una jarra en los de menos recursos, utilizándose un sólo vaso (no copas ya que éstas llegaron en 1806 con los ingleses, junto con la costumbre de cambiar de plato para cada comida y los brindis), para todas los comensales.

 

 

En la rutina diaria, los platos no eran muy variados, siendo la comida más general el puchero, la carbonada o el asado y el caldo, que no se tomaba al principio de la comida, sino al último, y se traía desde la cocina ya servido en tazas para quien quisiese tomarlo.

 

 

Pero no eran siempre tan frugales las comidas. Una gran variedad de platos aparecía en los días de fiesta o cuando había invitados. La sopa podía ser de fideos, de arroz, de pan o de fariña.

 

 

El plato principal era generalmente una fuente con el puchero, que iba desde el caldo limpio con algunos trozos de carne y verduras, hasta la “olla podrida”, donde la carne de vaca o carnero emergía desafiante rodeada de toda clase de legumbres, verduras y chacinados.

 

 

Se comía también carne de ave y muy pocas veces de ternera. Eran muy comunes también los guisos de carne con garbanzos o porotos; carbonada con zapallo, papas y choclos; picadillo con pasas de uva; albóndigas, zapallitos rellenos y estofados; niños envueltos, tortillas (de agua, harina y sal); guisos de porotos, lentejas, chícharos, etc.; locro de trigo o de maíz; humita en cazuela o en chala, empanadas y algunos extraordinarios como ser, carne con cuero.

 

 

 

Además, los platos de carne se acompañaban con variados tipos de ensaladas: de chauchas con zapallitos, lechuga, verdolaga, papas, coliflor y remolacha. Tenían más vinagre que aceite y algunas veces se les ponía azúcar.

En cuanto a los postres, consistían en toda clase de dulces (de tomate. batata y zapallo), yema quemada, mazamorra, cuajada, natillas, bocadillos de papa o batata, arroz con leche con cáscaras de naranja o canela, pasteles y frutas de todas clases, especialmente en verano.

También queso criollo y membrillos de Mendoza. No era costumbre cocinar los postres en las casas, para eso se recurría a los negros o negras pasteleras, que iban de casa en casa con su canasta llena de pasteles, cubiertos con una tela de algodón.

 

Yaroslava Malaruc

 

En la mayoría de las casas se bebía solamente agua durante las comidas o cuanto más arrope diluido en agua, como si fuera vino. Pero pronto, desde las clases altas, comenzó a hacerse costumbre tomar vino durante las comidas. Se lo presentaba, carlón casi siempre, en una botella negra y se tomaba en vaso (fueron los ingleses los que introdujeron más tarde el uso de copas para beber, lo mismo que cambiar de plato con cada comida y la costumbre del brindis).

 

 

A la hora de la merienda, mate cocido, mate cocido con leche (pocas veces café), pan y manteca y casi enseguida, venía “la comida”, una segunda ingesta importante del día que no le iba en zaga al almuerzo en cuanto a su abundancia”.

 

 

“Y si lo expuesto se aplica a las costumbres que había en Buenos Aires y en los grandes centros poblados del interior del país, otra cosa era lo que pasaba en los pequeños centros urbanos: allí, cotidianamente, se comía “la olla podrida”.

 

 

Muchas veces la carne se hervía para quitarle el mal olor, producto de la falta de frío y de sal, lo que nosotros llamamos hoy “puchero”: una mezcla de carne hervida, de vaca o ave, con choclo, zapallo, papa, cebolla, acelga, legumbres y otras verduras de las quintas, que cultivaban los negros sirvientes, en el tercer patio de las casas más pudientes.

 

 

En las zonas más rurales y hacia el norte, se consumía el locro, potaje compuesto por cebollas, maíz, zapallo, carne de cerdo, de vaca (o lo que hubiere) hervido a leña por largas horas, en marmitas de hierro. También gustaban la carbonada y empanadas, esa deliciosa manera de comer carne picada, especialmente famosas las que se hacen en Tucumán o Salta.

 

 

En la zona del norte, andina, comían quinoa (cereal cultivado por el inca) maíz, papa, guisados con cabras, llama o guanaco (cuando no lo usaban para lana o carga). También vinos de Mendoza y San Juan, quesillos, aceitunas y frutas, brevas, pelones, duraznos orejones, peras sandías, amaranto, habas, cebada, y cordero, que si bien no eran productos típicos de la región, llegaron allí producto de los viajes y comercio de los españoles.

 

 

En la Mesopotamia y litoral, la dieta era un poco más variada: incluía, pescados (dorado, surubí, patí, pacú, etc.) frutas subtropicales, (palmitos, guayaba, mamón), mandioca, cítricos, maíz y carnes autóctonas (vizcachas, perdices, gallaretas, entre otras) y sobre todo, la yerba mate”.

 

LA CARNE QUE COMÍAN EN LA ÉPOCA

 

 

En su libro, Wilde hace especial hincapié en las carnicerías y la carne, en tiempos de la Revolución de Mayo. Como diría mi abuelita: cuándo la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Qué era barata, era barata. Pero no sé si ustedes, estimados lectores, comprarían cuarenta kilos a 0,04 reales, o se harían vegetarianos.

“En 1810 había en Buenos Aires cerca de 40 carnicerías. La carne abundaba, pero no se la hacía como hoy, “a la parrilla” y eso era porque era muy dura.

 

 

Generalmente provenía de mataderos clandestinos que faenaban ganado “cimarrón”, cuya carne, debido a su alimentación era correosa y lo que es peor, como no había forma de conservarla, todavía no se conocía el hielo, despedía un mal olor que sólo se amortiguaba, igual que su dureza, cuando se la hervía en guisos y pucheros, durante mucho tiempo”.

 

 

“Era común entonces que en las mesas de aquella época, hubiera siempre, desde el caldo limpio, hasta suculentas sopas hechas con trozos de carne de vaca y cordero, morcilla, repollo, perejil, cebollas, ajos, garbanzos, porotos, zapallos y menta.

Conocidas como «olla podrida» para referirse a los olores que despedían al cocinarse todos esos productos, muchas veces “pasados” o “abombados” por su mala conservación

La escasez de la sal solía ser un problema, pues ésta era un producto de alto costo y reservado para las mesas de la gente rica”.

La afirmación de Wilde, de que el asado formaba parte de la comida porteña es puesta en entredicho por Daniel Schálvenzon, quién afirma que el asado es rural o suburbano, no porteño ni citadino y es muy posterior a la época colonial.

 

 

Según este autor, el asado, con o sin cuero, surge en el campo. Los gauchos solían, carnear un animal y colocarlo abierto y limpio de vísceras, en un hierro en cruz, que luego clavaban en forma vertical en la tierra, donde ya ardían las brasas del fuego.

Luego, comían sentados, valiéndose únicamente de su facón, para cortar en lonjas la carne asada que devoraban sin más. Posteriormente a fines de siglo XIX, el gaucho trajo esa modalidad de cocción de la carne, del campo a la gran ciudad.

 

De una manera o de otra, aquel puñado de vacas que abandonaron los hombres de Pedro de Mendoza en 1536 y que se transformaron en grandes manadas de ganado cimarrón, dieron origen a una forma de alimentarnos, que de no ser por la gran inmigración de masas, hoy sería imposible de sostener.

 

 

Ellos hicieron de nuestra cocina, una cocina diversa, una cocina mucho más saludable, pero fundamentalmente, una cocina en la que podemos reconocernos en nuestra diversidad. Por encima de cualquier diferencia.

 

Emilio R. Moya

 

Fuentes: citadas y enlazadas en la nota

 

Oscar Tarrío

Director Periodístico Chefs 4 Estaciones en Chefs 4 Estaciones / Ex Editorial Diario La Capital

NODO norte

Un suplemento del Diario La Capital

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